sábado, 26 de mayo de 2012

El rey Arturo

¡Plin!

Suena un escobazo, mientras subía las escaleras del condominio donde vivía un amigo y al mismo tiempo llora un perrito.

A la vecina de mi amigo le habían regalo un "labrador" que al crecer se convirtió en runa.  Runa le llamamos nosotros a los perros de orígenes desconocidos, que normalmente viven en las calles.  El perro se llamaba Yoyó.  Seguramente le puso el nombre algún egocentrista.

El escobazo, se lo había dado la empleada de la casa al perro, porque por ser chiquito (de edad) no había "avisado" que deseaba salir y se había hecho popó dentro de la casa.

Ella pretendía darle otro escobazo al perro, pero la detuve preguntándole si yo también podía pegarle, a ella por su puesto, para que sepa lo que se siente.

Bajó la escoba y me miró con ojos desafiantes.

Seguí avanzando a la casa de mi amigo que era en el piso siguiente, cuando ví a mi amigo le comenté lo sucedido y cerré diciendo "ya mismo que me robo al perro, él no se merece esta vida".

Tres días después, recibo una llamada, era mi amigo con el perro al pie de mi casa, que se lo había robado para que yo lo cuide porque había visto que la empleada le había pegado de nuevo.

¿Y ahora? Yo había promovido el robo, debía hacerme cargo de esta acción delinctiva.

Pues bajé (vivía en ese entonces en un tercer piso), fuimos a comprar comida para el perro y un platito y subí a la casa.

Lo único que me dijo mi amigo fue "acostúmbralo a otro nombre, en caso de que te vean en la calle cuando lo pasees, para que ya no responda cuando le digan Yoyó".

Tuve dos minutos para pensar qué nombre ponerle, flaco, con la columna un tanto rara (supongo que de los golpes que había recibido el pobre), color amarillo achiote, lo miraba, lo sobaba, mientras pensaba en el plan para hacer que el perro pueda quedarse en la casa.

Entré a la casa, habían visitas todos me miraron. Mi mami me levantó un ceja, no de intriga, yo creo que en el fondo siempre supo la verdad, pero aún así me preguntó educada "¿y ese perro mijita?".

"Ay mami, es de un amigo que se fue a vivir a Quito (la capital de mi país) y me pidió que le tenga al perrito hasta que consiga casa, porque ahora está en un hotel".

Miró un tanto incrédula y preguntó "¿cómo se llama el perro?". Dije el abecedario en mi mente buscando un nombre, empecé por Y, porque se llamaba Yoyó y luego dije en mi mente Z, A... ¡Antonio!... no, no yo conozco a un Antonio.  ¡Alberto!... No también conozco a un Alberto. "¡Arturo!" Exclamé feliz porque no conocía a un Arturo.  (Claro días después recordé que sí conocía a tres, pero habíamos perdido el contacto hace mucho tiempo y bueno, se me pasaron).

"¡Oh que lindo Ricardo!". Dijo mi mami, el nombre Arturo no se le grababa, la corregí varios días, hasta que un día le dije: "Mami, Arturo, por favor no le cambies el nombre, tendrá trastornos de personalidad, lo vas a confundir, mira que lo llamo y a veces no me toma en cuenta". 

¡Cara dura! Obvio, seguramente el pobre no sabía que cuando le decía Arturo me refería a él.

El perro se iba a quedar 15 días, porque "mi amigo me había pedido ese favor", pero había pasado ya un mes y mi amigo no me pedía el perro para "llevárselo a Quito".

Mi mami, que no es nada tonta, me dice "Ya dime la verdad, el perro se va a quedar ¿verdad?"...

La miré fijamente, sonreí nerviosa y bajando los desiveles de la voz respondí "¡Si!".

¡Larga vida al rey Arturo!

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